John Fante
1909 - 1983
Yo
era joven, pasaba hambre, bebía, quería ser escritor. Casi todos los libros que
leía pertenecían a la
Biblioteca Municipal del centro de Los Ángeles, pero nada de
cuanto me caía en las manos tenía que ver conmigo, con las calles, ni con las
personas que me rodeaban. Me daba la sensación de que todos se dedicaban a
hacer juegos de prestidigitación con las palabras, que aquellos que no tenían
prácticamente nada que decir pasaban por escritores de primera línea. Sus
libros eran una mezcla de sutileza, artesanía y formalismo, y era esto lo que
se leía; se enseñaba en las escuelas, se digería y se transmitía. Era un
invento cómodo, una logocultura ingeniosa y prudente. Había que volver a los
autores anteriores a la
Revolución Rusa para encontrar algo de aventura, un poco de
pasión. Había excepciones, pero eran tan escasas que se agotaban rápidamente y
uno se quedaba sin saber qué hacer ante las filas interminables de libros
insípidos. A pesar de todo lo que podía haberse aprendido en los siglos
precedentes, los autores modernos no eran lo que se dice muy hábiles. Cogía de
las estanterías un libro tras otro. ¿Por qué nadie decía nada? Probé en las
distintas secciones de la biblioteca.
La
sala de religión me pareció un páramo tan vasto como inútil. Fui a la de
filosofía. Di con un par de alemanes resentidos que me estimularon una
temporada, hasta que los olvidé. Probé con las matemáticas, pero las
matemáticas superiores no se diferenciaban de la religión, no me afectaban en
absoluto. Lo que yo buscaba no se encontraba al parecer en ninguna parte. Probé
con la geología, y al principio sentí cierta curiosidad, pero me resultó
insustancial a la postre. Descubrí ciertos libros sobre cirugía y me gustaron:
las palabras eran nuevas y las ilustraciones maravillosas. En concreto, me
gustaron y memoricé los detalles de las operaciones del mesocolon. Al final
abandoné la cirugía y volví a la gran sala abarrotada de autores de novelas y
cuentos (cuando tenía morapio en abundancia no iba por la biblioteca. Una
biblioteca era un lugar estupendo para pasar el rato cuando no se tenía nada
para comer o beber y cuando la dueña de la casa lo perseguía a uno con los
recibos atrasados del alquiler. En la biblioteca, por lo menos, se podía ir al
lavabo sin problemas). Vi muchísimos compañeros de vagabundeo allí, casi todos
dormidos sobre el libro abierto. Seguí recorriendo la sala general de lectura,
cogiendo libros de los estantes, leyendo unas cuantas líneas, unas cuantas
páginas, y dejándolos en su sitio a continuación. Pero cierto día cogí un
libro, lo abrí y se produjo un descubrimiento. Pasé unos minutos hojeándolo. Y
entonces, a semejanza del hombre que ha encontrado oro en los basureros
municipales, me llevé el libro a una mesa. Las líneas se encadenaban con
soltura a lo largo de las páginas, allí había fluidez. Cada renglón poseía
energía propia y lo mismo sucedía con los siguientes. La esencia misma de los
renglones daba entidad formal a las páginas, la sensación de que allí se había
esculpido algo. He ahí, por fin, un hombre que no se asustaba de los
sentimientos. El humor y el sufrimiento se entremezclaban con sencillez
soberbia. Comenzar a leer aquel libro fue para mí un milagro tan fenomenal como
imprevisto. Tenía tarjeta de lector. Rellené la hoja del servicio de préstamo,
me llevé el libro a casa, me tumbé en la cama, me puse a leerlo y mucho antes
de acabarlo supe que había dado con un autor que había encontrado una forma
distinta de escribir. El libro se titulaba “Pregúntale al polvo”, y el autor se
llamaba John Fante. Tendría una influencia vitalicia en mis propios libros.
Acabé “Pregúntale al polvo” y busqué más libros de Fante en la biblioteca.
Encontré dos. “Dago red” y “Espera a la primavera, Bandini”. La calidad era la
misma, se habían escrito con el corazón y las entrañas y no hablaban de otra
cosa. Fante tuvo sobre mí un efecto poderoso. Poco después de leer los libros que
he citado conviví con una mujer. Estaba más alcoholizada que yo, sosteníamos
peleas violentas y a menudo le gritaba: “¡No me llames hijo de puta! ¡Yo soy
Bandini, Arturo Bandini!”. Fante fue para mí como un dios, pero yo sabía que a
los dioses hay que dejarles en paz, que no hay que llamar a su puerta. Sin
embargo, me ponía a hacer conjeturas sobre el punto exacto de “Angel’s Flight”
en que al parecer había vivido y hasta pensaba que a lo mejor seguía viviendo
allí. Casi todos los días pasaba por el lugar y me preguntaba: ¿Será ésa la
ventana por la que se deslizaba Camila? ¿Es ésa la puerta de la pensión? ¿Es
ése el vestíbulo? No lo he sabido nunca. Treinta y nueve años más tarde he
vuelto a leer “Pregúntale al polvo”. Quiero decir que lo he vuelto a leer este
año y que todavía se sostiene, al igual que las demás obras de Fante, pero éste
es el libro que prefiero porque constituyó mi primer encuentro con la magia.
Queda mucho por decir de la vida de John Fante. Una vida con una suerte
extraordinaria, con un destino horrible y llena de una valentía tan natural
como insólita. Es posible que se cuente algún día, aunque creo que a él no le
gustaría que yo la contase aquí. Permítaseme decir, sin embargo, que en su
forma de escribir y en su forma de vivir se dan las mismas constantes: fuerza,
bondad y comprensión.
Charles Bukowski
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